Desde niña aprendí que puedo hablar con los muertos si yo quisiera. Lo supe porque una de las tantas veces que visitamos la tumba de mi abuelo Mario pregunté a mi madre por qué al dejarle flores guardábamos silencio a lo que ella respondió que no eran silencios sino platicas calladas y que si yo quería también podía contarle cosas; decirle cómo me sentía…todo lo que yo quisiera que él supiera. Fue entonces que nos conocimos, supongo le conté travesuras, pensamientos impropios para una niña, deseos, tristezas, etc. y en todas las ocasiones hubo alguna respuesta imaginada.

Al inicio solo cuando me encontraba al pie de su lápida sucedían, pero por fortuna una vez al año era él quien nos visitaba cada año se limpiaba el polvo de su fotografía, un cigarro, un vaso de agua y sal le esperaban en el altar de muertos
Confieso que más de un año por las madrugadas salí esperando ver los fantasmas de las fotografías…todas sin éxito alguno.

Al igual que mi madre me enseñaron a quererlo, como si personificáramos cada quien una onda expansiva; cada una con su amplitud, periodo, frecuencia y fase particular detonada por el primer amor de mi abuela...